A principios de abril fui invitado a facilitar un taller con cincuenta líderes de organizaciones de la sociedad civil de distintas regiones de Chile en Quintero, localidad tristemente etiquetada como “zona de sacrificio“. Durante el encuentro, tuvimos la oportunidad de conversar con hombres y mujeres dirigentes de la comunidad local. Escuchar en persona sus testimonios de vida, fue profundamente conmovedor para muchos de los participantes. La belleza del paisaje costero y la inmensidad del océano contrastaban con el sufrimiento humano de su gente: pescadores artesanales, mujeres activistas y emprendedoras, seres humanos supervivientes de una larga historia marcada por el dolor, el abandono institucional ante la indiferencia de muchos, pero también por una fortaleza inquebrantable y una esperanza radical.
¿Cómo fue que llegamos a normalizar la existencia de las llamadas zonas de sacrificio? ¿Qué es lo que se sacrifica en dichas zonas? ¿Cuáles fueron los puntos ciegos que permitieron su proliferación? ¿Qué será necesario para reparar el daño causado?
Durante las últimas décadas, ante el déficit crónico y sistemático de un enfoque territorial que considere con empatía la dignidad humana y ecosistémica en la toma de decisiones estratégicas, tanto por parte de las instituciones como por parte de las empresas, la geografía chilena se ha visto poblada de nuevas categorías no oficiales de zonas que se han vuelto cotidianas en nuestro lenguaje y en nuestro paisaje. Con sorprendente rapidez, las redes sociales y los medios han contribuido a popularizar términos como “zona cero”, “zona roja” y “zona de sacrificio”.
Al analizar las cifras, no queda lugar para zonas grises donde esconderse. El Mapa de Conflictos Socioambientales, publicado y actualizado periódicamente por el Instituto Nacional de Derechos Humanos, identifica 128 conflictos socioambientales en todo el territorio chileno, de los cuales 71 se mantienen activos, y 33 latentes. Un 35% de los conflictos se ubica en territorio asociado a comunidades de pueblos originarios. Un 85% afecta el derecho a vivir en un medioambiente libre de contaminación, un 44% al derecho humano al agua y un 43% al derecho a la salud física y mental y un 44% a personas en los tres primeros quintiles más pobres.
En un momento crucial en que como país estamos escribiendo el marco que regulará nuestro futuro compartido, cabe preguntarnos: ¿Qué necesitamos aprender hoy para evitar repetir los errores del pasado en el futuro?