Hace una década, el 25 de septiembre de 2015, representantes de todos los países de la Tierra se reunieron en la sede de la ONU para proponer un futuro distinto. La Agenda 2030 con sus diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) fue aprobada de forma unánime: erradicar la pobreza y el hambre, cuidar el planeta y garantizar la prosperidad de todos.
Fue un acto que apelaba a un sentido compartido de humanidad, en un compromiso global por la acción colectiva: surgía un marco narrativo con objetivos, plazos y metas concretas que entregaba un horizonte de esperanza.
En Chile, nueve meses después, en junio de 2016, en medio de una crisis sistémica de confianza, aquel pulso de esperanza tuvo su expresión local en un significativo encuentro: veintiocho organizaciones de diversos sectores convocaron el encuentro “Diálogos por un Chile Sostenible” en el que más de quinientas personas, trazaron en una mañana una propuesta que se entregó a autoridades y candidatos presidenciales de aquella época: un mapa con focos y prioridades para desplegar la Agenda 2030 en nuestro país.
Hoy, a casi diez años de aquel momento y a solo 5 años del 2030, el camino recorrido es desigual. La pandemia detuvo procesos reordenando prioridades. Las guerras, la creciente inestabilidad global y la polarización política erosionaron los consensos. Desde los distintos extremos del espectro político se ha cuestionado la Agenda 2030: mientras desde un extremo la caricaturizan como “globalista” y “woke”, desde posiciones decrecentistas se critica la coherencia interna del marco ante la incorporación del crecimiento económico en el ODS 8.
Si bien Chile cuenta ya con una Estrategia para la implementación de la Agenda 2030 y figura en el lugar n°35 de 167 países en el Sustainable Development Report-SDG Index. Algunos indicadores nacionales muestran avances, otros evidencian retrocesos. Según el reciente análisis del SDG Transformation Center y la red SDSN, “a nivel global, el progreso hacia los ODS se ha estancado; ninguno de los 17 ODS está en camino de cumplirse, y solo el 17% de las metas está en vías de lograrse para 2030”.
Este lento avance nos lleva a enfrentarnos a una pregunta incómoda: ¿por qué, con tanto conocimiento, recursos y tecnología, los resultados siguen siendo insuficientes?
Quizá la respuesta está no tanto en lo que hacemos, sino en desde dónde lo hacemos. Otto Scharmer, en su Teoría U, menciona el “punto ciego del liderazgo”. Nos invita a mirar no solo los sistemas que queremos transformar, sino el lugar interior desde donde los observamos. Esa cualidad intangible que condiciona la calidad de nuestras decisiones, de nuestras relaciones y la profundidad de nuestras acciones y, por tanto, de los resultados.
La implementación de la Agenda 2030 parece sufrir de ese mismo punto ciego. Tal vez veintitrés puntos ciegos. Nos hemos concentrado en las metas medibles—aquello que debemos lograr y podemos medir—, pero hemos prestado poca atención a las condiciones interiores que hacen posible ese logro. Así, los ODS corren el riesgo de quedar reducidos a una lista de indicadores desconectados de la conciencia, de los valores y actitudes que dan sentido a cualquier cambio.
Afortunadamente, esa brecha ha comenzado a ser abordada sistemáticamente. Desde 2021, un conjunto de investigadores y organizaciones internacionales ha desarrollado un marco complementario: los Inner Development Goals (IDG) u Objetivos de Desarrollo Interior. Su propuesta es sencilla, pero profunda: no alcanzaremos los ODS sin fortalecer las capacidades humanas que los hacen posibles.
Los IDG identifican veintitrés habilidades agrupadas en cinco dimensiones del desarrollo interior: ser, pensar, relacionarse, colaborar y actuar. No se trata de habilidades técnicas, sino de capacidades profundas, intra e interpersonales como la autoconciencia, la humildad, el pensamiento crítico, la valentía y la perseverancia. Sin la capacidad de escuchar, de comprender la complejidad y colaborar más allá de nuestras diferencias, los ODS podrían convertirse en papel mojado o promesas vacías.
Desde la publicación de Edgar Morin en 1999 por parte de la UNESCO de los Siete saberes para la Educación del Futuro ha habido esfuerzos institucionales por incorporar competencias socioemocionales y las llamadas habilidades del siglo XXI en los objetivos transversales de los programas del Ministerio de Educación y en módulos de habilidades humanas transversales -(nunca más blandas)- en las mallas curriculares de la educación superior.
Sin embargo, muchas de estas habilidades, indispensables para navegar en un presente marcado por la complejidad, la incertidumbre y la interdependencia, terminan no siendo suficientemente priorizadas en la educación formal ante la presión por resultados académicos y pruebas estandarizadas.
Dado que estas habilidades humanas se vuelven críticas para la innovación sostenible, la colaboración efectiva y la resiliencia colectiva en un entorno cada vez más acelerado por la Inteligencia Artificial, la aplicación del marco de los IDG ha encontrado resonancia en múltiples países y sectores. Empresas, organizaciones sociales, universidades y consultoras exploran cómo integrar estas habilidades en sus procesos formativos. En Chile, este impulso también ha tomado forma.
En los últimos años, se ha consolidado el IDG Chile Hub, una red de más de trescientos profesionales conectados en un vibrante chat que promueve encuentros, diálogos, talleres y círculos de aprendizaje en torno a estas capacidades.
No basta con tener metas claras, si quienes deben implementarlas carecen de herramientas internas para sostener el proceso. Tampoco sirven indicadores sofisticados si seguimos atrapados en mentalidades fragmentadas. La transición hacia un futuro sostenible y regenerativo requiere también una transición interior, tan resistida como impostergable. Cultivar esta interioridad no puede quedarse en un lujo espiritual ni un privilegio individual para unos pocos.
Este trabajo interior es un esfuerzo cotidiano, silencioso, anónimo, inmensurable y contracultural: una responsabilidad ética con las generaciones futuras, una forma de reconciliarnos con la vida misma en todas sus formas.
A cinco años del 2030, quizás lo más honesto sea admitir que no llegaremos a tiempo sin cambios de rumbo y ritmo, sin transformaciones profundas y sistémicas. Ese horizonte, aparentemente tan inalcanzable como la utopía de Eduardo Galeano, continuamente renovada, puede seguir siendo un punto de encuentro, un marco para avanzar hacia el futuro, que nos recuerde lo que aún nos falta y lo que aún podemos hacer.
Con todas sus limitaciones, los ODS, o como quiera que se llamen los marcos multilaterales después del 2030, seguirán cumpliendo una función primordial: recordarnos que a pesar del exitismo imperante en esta cultura cortoplacista de la inmediatez, aún quedan fines valiosos que merecen ser perseguidos con convicción independientemente de si son logrados o no. Como las estrellas para los navegantes, no se trata de alcanzarlas, sino de aprender a orientarse por ellas, transformándose durante el proceso.