Una acusación constitucional ad-portas de las elecciones presidenciales más polarizadas que recuerde la reciente historia de Chile. Desconfianza generalizada y bien instalada en todas las capas sociales; incertidumbre económica, política y social. Tasas de interés a la antigua; inflación galopante; un fondo de pensiones exiguo; aumento en la carga tributaria. Violencia material de día viernes, y estructural de opinión pública toda la semana. Liderazgos políticos tipo”reality”; golpes climáticos profundos; escasez hídrica factual; empresas asustadas; inmigración en el ojo del discurso, y más. ¿Es posible un panorama más complejo?
Claro que sí. También hay que considerar nuestras propias dificultades cotidianas, todo aquello que nos hace sentir a diario que estamos rindiendo nuestro examen de grado con todas las materias juntas y que claramente, no estamos bien preparados.
¿No será este un buen momento para parar, mirar, reflexionar sobre lo vivido e intentar encontrar lecciones? ¿cómo hacerlo en el desborde y el enredo que tanto nos incomoda? Los temores y la angustia crecen, dificultándonos la distancia y alejándonos de la perspectiva fundamental para el buen juicio, esa que radica en la paz y en la prosperidad.
Creo, que casi todos, somos personas normales. Viviendo vidas normales. Haciendo lo mejor que podemos con las cartas que nos tocó jugar. Asumir que no estábamos preparados para esta vuelta de tablero, es urgente. Pero ¿Cómo mantener la sensatez y ajustar el rumbo sin dejarnos dominar por nuestros temores naturales?
Dado los tiempos extraordinarios que vivimos desarrollar una perspectiva extraordinaria pareciera ser nuestro desafío. El objetivo es intentar sacudirnos el pánico para construir un futuro posible y ojalá, mejor, aunque eso signifique ajustar aspiraciones económicas y materiales.
Hace unas semanas, tuve la suerte de conocer a una inmigrante venezolana que en su país lideraba el Departamento de Protección de la Mujer de su municipio. Abogada titulada, culta, alumna y deportista de excelencia. Vivía con un salario de US$3 mensuales, un poco más de lo que cuesta en Chile, un litro de aceite. Ingresó al país por el paso Colchane, el mismo por donde ingresan a diario inmigrantes. Cinco horas caminó en el desierto, en plena madrugada, cargando en sus brazos a su hija de 3 años; el recorrido de dos semanas por tierra, en duras condiciones, terminó cuando al pisar tierra chilena, se autodenunció a la PDI.
Fue recibida por una comunidad de venezolanos que recorrieron su mismo camino, y hoy, trabajando como asesora del hogar por un salario de US$ 600, vive en condiciones dignas que le permiten alimentar a su hija, vestirla y enviar algo de dinero a su familia. Ella está contenta.
Relata que su vida en Chile es, infinitamente mejor de la que tenía en su país. La certeza de que al final del día tendrá una comida caliente, techo, educación y salud, le permite vivir tranquila en una población de Pudahuel.
Al escucharla, no puedo dejar de pensar que, muchas veces, nuestros miedos, dolores y resistencias a los quiebres, radica en nuestros privilegios de nacimiento, los que nos impiden reconocer la dureza de la vida que golpea a la mayor parte de las personas que nos rodean.
Sabemos racionalmente sobre sus dificultades, sin embargo, no conectamos emocionalmente con su realidad, porque para hacerlo hay que atreverse, hay que acercarse, hay que dejarse tocar por ella y eso significa abandonar el lugar seguro, la zona de confort, romper la burbuja, ¿pero qué posibilidades tenemos de no hacerlo?
Si no somos capaces de poner en perspectiva nuestro propio devenir, nunca veremos venir el quiebre inmenso de los demás, citando a un perplejo personero de Gobierno en octubre de 2019.
Apreciar lo que muchas veces damos por sentado, como el estar vivos, sanos, cuidando a nuestros seres queridos; poniendo lo mejor de nosotros en lo que hacemos; viviendo de una manera sostenible, generando bienestar para nosotros y los demás, debería ser un deber ético para los que tenemos privilegios, y como consecuencia de esa responsabilidad social, lograríamos apaciguar los miedos colectivos, gestionar las complejidades propias de la vida, desbloquear las crisis e impulsar una nueva confianza social que nos permita disfrutar la vida de una manera más noble, generosa, sensible e intensa, que nos relevará la importancia del tener menos para compartir más. Al final, el futuro ya está aquí y se hace entre todos, y ser capaces de cambiar de perspectiva ante la incertidumbre, también es un privilegio. Es hora de aprovecharlo.