John Grant (2007) en su libro “The Green Marketing Manifesto” advertía: “No puedes poner una lechuga en la vitrina de una carnicería y declarar que ahora te estás volviendo vegetariano“. Así, la lechuga del carnicero se convirtió en una metáfora que sintetiza muy gráficamente el fenómeno del lavado de imagen verde, conocido por su término en inglés como greenwashing, práctica extendida entre aquellas empresas que buscan aparentar una imagen de ser sustentables, cuando en realidad sus prácticas de negocios y procesos productivos dejan mucho que desear.
Durante las últimas semanas, las siglas ESG, que hacen referencia a las dimensiones Ambiental, Social y de Gobierno Corporativo han estado en el foco del debate en el ámbito de la inversión responsable a nivel internacional. Un reciente informe de EY señala que se encuentran en un momento crítico para generar confianza. La revista The Economist de julio publicó su portada con el título “ESG: Tres letras que no salvarán el planeta”, dedicando un reportaje especial con una serie de artículos bastante críticos. Un titular de Bloomberg destacaba “Nuevas reglas de sostenibilidad atacadas por proteger las ganancias sobre el planeta“. La respuesta de la revista Harvard Business Review no se hizo esperar, con un artículo titulado “La inversión ESG no está diseñada para salvar el planeta”, donde afirma que “nos enfrentamos a una dura verdad: a pesar de un aumento histórico de popularidad, la inversión ESG no abordará los urgentes desafíos ambientales y sociales de nuestra generación” reconociendo que “si bien la inversión ESG puede ser una forma de medir los riesgos para los flujos de caja corporativos, no es una forma de avanzar en la sostenibilidad planetaria”.
Al fin y al cabo, las calificaciones ESG se basan en el impacto de un mundo cambiante en el negocio de una empresa, y no al revés. Bloomberg afirma que “las calificaciones ESG no miden el impacto de una empresa en la Tierra y la sociedad. De hecho, miden lo contrario: el posible impacto del mundo en la empresa y sus accionistas”. Una discusión central gira en torno a la doble materialidad ¿Medimos el impacto del entorno en el negocio o medimos el impacto del negocio en su entorno? Si bien las propuestas de la ISSB requieren que las empresas divulguen el impacto material de los riesgos externos en sus negocios, aún no exigen explícitamente que las empresas proporcionen información detallada sobre el impacto de sus operaciones en el medio ambiente y la sociedad. El principio de doble materialidad, ya ha sido adoptado por la UE en sus normativas..
Por su parte, el Centro de Resiliencia de Estocolmo publicó en junio el reporte “Economía y Finanzas para un Futuro Justo en un Planeta Próspero“, comisionado por el Ministerio de Medio Ambiente de Suecia como una contribución independiente a la Cumbre de Estocolmo+50, coordinado por Victor Galaz y David Collste como editores. En su capítulo 4 afirma que “las métricas de Medio Ambiente, Social y Gobernanza (ESG), el riesgo y la materialidad financiera tienen serias deficiencias, y no es probable que ayuden a los gobiernos o al sector financiero para prepararse a nuestra nueva realidad planetaria“. El mismo reporte añade posteriormente:
“La baja precisión indica que, en su actual formato, las calificaciones ESG, las estimaciones del impacto ambiental, los riesgos financieros y la mayoría de los enfoques de inversión sostenible no son capaces de abordar las causas raíz de los problemas de sostenibilidad. Sin un punto de referencia claro contra el cual juzgar las contribuciones negativas y positivas reales de una empresa a una variable particular, (…) las inversiones etiquetadas como ESG, por lo tanto, proporcionan una falsa sensación de progreso y una promesa inverificable de inversiones sostenibles (Crona et al., 2021). Por lo tanto, estandarizar el ESG actual sin incorporar medidas de impacto puede aumentar la precisión, pero no abordará la exactitud y simplemente hacernos más precisamente equivocados. Esto implica el riesgo de consolidar aún más una trayectoria insostenible y puede retrasar las medidas públicas que pueden impulsar una transición energética baja en carbono (Fancy, 2021; Baines y Hager, 2022)”.
Cuanto más avancemos en la dirección equivocada sin preguntarnos si estamos realmente en la dirección correcta “perpetuando la fantasía de la acción voluntaria basada en el mercado” en palabras de Pucker y King (2022), más lejos llegaremos en la dirección equivocada. Si hay algo peor que no estar avanzando en una dirección correcta es avanzar hacia la dirección equivocada, confiando y comunicando con bombo y platillo que vas en la dirección correcta.
No pretendo cuestionar aquí la necesidad de medir y reportar en forma sistemática y estandarizada. Tanto medir como reportar los riesgos e impactos es importante y necesario. Encontrar modos transparentes y comparables para comunicar y gestionarlos también es relevante y urgente. Pero considero más importante preguntarnos si realmente estamos midiendo, reportando y, sobre todo, gestionando para mejorar aquellos indicadores que verdaderamente importan para contribuir a asegurar las condiciones que permiten la vida en un espacio justo y seguro para la humanidad dentro de los límites planetarios. Si la evidencia científica le parece radical, espere a ver la radicalidad de la naturaleza. Ella no se anda con rodeos.