Qué duda cabe que la pandemia ha sido impulsora de transformaciones para la humanidad y a nivel individual. Ha sido portadora de significados sobre la salud y sus trabajadores; de la importancia de un medioambiente sano y también, de condiciones favorables para nuestra salud física, mental y de convivencia social.
Asimismo, aprendimos a valorar la proximidad, el origen, la inocuidad y trazabilidad de nuestros alimentos, comprendiendo que la omnicanalidad y digitalización de nuestras formas de consumo no tiene vuelta atrás. Aprendimos de la diversidad de estilos de alimentación, dietas y culturas alimentarias, incluso, revisamos nuestras propias preferencias y comprendimos que la alimentación es una necesidad humana básica.
Sin embargo, cerca del 10% de la población mundial no satisface sus requerimientos mínimos de energía alimentaria y muere por hambre o malnutrición.
Es decir, los largos períodos de confinamiento provocaron cambios significativos en el consumo y la producción de alimentos. Junto a ello, y desde el surgimiento de los ODS, los países han entendido la importancia de la seguridad alimentaria en la calidad de vida, productividad y estabilidad política, impulsando -en plena crisis del multilateralismo- estrategias y leyes para alcanzar la sostenibilidad y participar así, en el tablero del poder global con mayor autonomía. China, U.E, Japón, Noruega, UK, Indonesia, Singapur, Vietnam, entre otros, han fortalecido sus capacidades institucionales y alineado sus políticas alimentarias con un horizonte de largo plazo, incluyendo metas y compromisos para disminuir sus emisiones de carbono en procesos productivos o realizando importantes inversiones en I+D+i para enfrentar el calentamiento global y la salud de su población con metas e indicadores que les permitan lograr la agenda 2030. No obstante, India fijó su meta de neutralidad de CO2 al 2070.
Paralelamente, y respondiendo a las exigencias de los mercados, América Latina avanza con hojas de ruta de economía circular; leyes de etiquetado; programas de alimentación escolar saludable que se haga cargo de los altos niveles de obesidad infantil y malnutrición; iniciativas para reducir el plástico en los hábitos de compra o disminuir la desforestación. A diferencia de los países más avanzados, estas acciones se ejecutan sin indicadores ni metas claras, debido a la baja densidad asociativa de nuestros países con productores, fabricantes, canales de distribución, minoristas, autoridades de salud, reguladores y comunidad científica, lo que, sin duda, dificulta dar el salto para aprovechar las ventajas comparativas que tenemos como continente.
En este contexto, el ODS 12 “Producción y Consumo Responsable”, que impacta a todos los demás objetivos, es el camino a seguir por los grandes productores e importadores de alimentos. La canasta exportadora de Chile ofrece riesgos, como el fraude alimentario, pérdida, desperdicio y escasez hídrica, y está lejos de oportunidades como la trazabilidad sostenible con blockchaine, la innovación de nuevos alimentos e ingredientes saludables o sistemas de riegos y energía eficiente con procesos productivos que velen por una cadena de alimentos segura y sostenible, lo que podríamos alcanzar si apostamos por una gobernanza diferente para el siglo XXI con la interacción entre actores públicos, privados, comunidad científica y sociedad civil.