Territorios Sostenibles
23 de junio de 2023
Dejadnos en paz | José Carlos León

Si lo pensamos bien, lo único que realmente necesitamos es que nos dejen en paz. Porque el ser humano siempre sale adelante por sus propios medios cuando le dejan. Por necesidad, sí. Con la ayuda de los demás, también. Pero en cuanto una persona deja de preocuparse por su seguridad y su libertad, deja espacio en su vida y su cabeza para la iniciativa, la creatividad, la ambición y las ganas de progresar. Hace unas semanas lo he podido comprobar por mí mismo y os lo quiero contar.

Como parte de la cultura de responsabilidad social de mi empresa, hemos acompañado a un equipo de cooperantes sanitarios de una ONG española llamada Surg For All hasta el Saint Joseph’s Catholic Hospital de Monrovia, Liberia. Nuestra labor como voluntarios corporativos no sanitarios era documentar su trabajo como médicos y enfermeras en un país que no tiene urólogos ni anestesiólogos. Liberia es uno de los países más pobres de África y personalmente ya había estado allí hace diez años, acompañando a otra ONG. Pero era todo muy diferente, y es aquí donde quiero explicar el título de este artículo.

En 2013, Liberia estaba controlada por Naciones Unidas y ocupada por los Cascos Azules desde hacía diez años, así como miles de cooperantes de todo tipo de agencias internacionales y organizaciones filantrópicas. Era la consecuencia de su reciente guerra civil. Una guerra de tintes poscoloniales, pero también con turbios intereses económicos por sus recursos naturales. No es momento de explicar este conflicto, sino de aprender de lo que sucedió después.

En 2018, la ONU dio por concluida la misión y retiró a sus fuerzas de paz. Igualmente, la mayoría de cooperantes abandonaron poco a poco el país, devolviendo su autonomía y libertad. Se dio también la circunstancia de que gobernó una mujer, primera presidenta de un país africano, Ellen Johnson-Sirleaf.

Una de las iniciativas de paz que tuvo esta presidenta, con master en Harvard y pasado en el Banco Mundial, fue cambiar armas por “tuk-tuks”. De esta forma no solo retiraba un potencial peligro de nueva violencia, sino que ofrecía un trabajo a muchos hombres para darles una oportunidad de futuro. Hubo más cambios positivos en el país, pero baste ese como significativo.

En marzo de 2023, diez años después de mi primera visita, encontré un país vibrante y totalmente cambiado. Si entonces la gente era huraña y agresiva con los occidentales, siendo complicado hasta bajarse de un coche, ahora pasabas desapercibido o recibías sonrisas. Si antes el medio de transporte colectivo más usado era la caja trasera de una pick up, apiñados, hoy verás “tuk-tuks”, taxis o motos compartidas en condiciones aceptables. Donde había caminos de tierra hay asfalto. Donde escombros y solares, casas, oficinas y comercios.

Mientras en 2013 era el segundo país más pobre del mundo, hoy están entre siete y quince puestos más arriba, según las fuentes y criterios.

Me pregunté inmediatamente qué había cambiado. Ms. Johnson-Sirleaf ya no era presidenta y la ayuda internacional llegaba más en forma de inversión extranjera, especialmente de China, como lo que ocurre en casi todo el mundo, no solo en los países en vías de desarrollo.

Y la respuesta más probable que encontré fue la más evidente: cuando el país logró la paz y la estabilidad social, la economía hizo su trabajo. Queda pendiente acabar con la corrupción que dilapida gran parte de la riqueza generada, pero esa es otra historia.

Paz y libertad son los mayores motores que puede tener un país para crecer económicamente. A los gobernantes hay que pedirles eso primero. Lo segundo, que organicen ese crecimiento para que sea justo y solidario. Las personas de la calle haremos el resto.

Por desgracia, es evidente que muchos gobernantes aún creen que una guerra es la única solución o necesaria. Que una buena dosis de destrucción dará paso a un periodo de reconstrucción en el que unos pocos ganarán mucho y la mayoría solo se preguntará por qué perdió tanto. Porque, no nos engañemos, las guerras las declaran los gobernantes de los países, no sus ciudadanos.

Al volver del viaje de cooperación, en el que comprobé que otro mundo es posible, se me cae de nuevo el alma a los pies poniendo las noticias y ver lo que está pasando en Ucrania. Si hablamos de la guerra (me niego a usar eufemismos) anacrónica que sucede en Europa, no es posible llegar a la conclusión de que era necesaria para nadie por debajo de los despachos que la decidieron. Por mucho beneficio que pudiera obtener Rusia con una victoria (o quién quiera que esté detrás de este sinsentido), siempre serán mayores las pérdidas de las personas, también económicas, pero principalmente en vidas. Por favor, dejadnos en paz.