“Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tu descendencia”. (Deuteronomio 30:19)
En septiembre, durante la apertura de la cumbre con motivo de la Asamblea General de la ONU, su Secretario General António Guterres declaró que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”. En sus últimas intervenciones ha tenido que endurecer su lenguaje. Unos días antes señaló que “el colapso climático ya comenzó”. A fines de julio, declaró que habíamos entrado en una etapa de “ebullición global“. Las palabras comunes y los tecnicismos se quedan cortas para nombrar los fenómenos que enfrentamos. Tal vez por eso necesitamos crear neologismos, apelar a metáforas o incluso a figuras bíblicas o mitológicas, pero, sobre todo, formularnos nuevas preguntas.
Cada año, en mi rol docente me toca explicar a mis estudiantes los límites planetarios que hemos transgredido como humanidad, y cómo eso afecta al campo de maniobra de las generaciones futuras. Cada semestre debo actualizar mis láminas con la más reciente evidencia científica. El más reciente paper indica que ya son seis límites planetarios transgredidos de los nueve cuantificados por la ciencia. Este año, de vuelta a la plena presencialidad, ahora sin la mediación de pantallas ni mascarillas, noté cómo a los estudiantes de pregrado se les desfiguraban las caras. Jóvenes de dieciocho años, aún adolescentes, con toda la energía e ingenuidad de su primer año de universidad, se enfrentaban por primera vez a una lámina que sintetiza las consecuencias del actual sistema global de producción y consumo sobre las condiciones bio-geo-químicas y físicas que permiten la vida tal como la conocemos en la fina capa terrestre que llamamos biosfera. Al ver sus rostros, les miré a los ojos y abrí un espacio de conversación para escuchar su reacción emocional. “Angustia”, “decepción”, “rabia”, “impotencia”, “ansiedad”, eran algunas de sus respuestas.
¿Qué le decimos a esta generación, arrojada a un tren en marcha acelerada hacia un precipicio, que ya ha comenzado a vivir en carne propia las primeras consecuencias del tan anunciado colapso? ¿Repetiremos las conocidas frases del “todo va a estar bien”, “no te preocupes, la tecnología nos salvará”, “estudia, esfuérzate, trabaja duro, ahorra y jubílate tranquilo“, “tú sólo recicla y pon tu granito de arena”? ¿Cómo construimos relatos de futuro que les otorguen sentido de urgencia y esperanza a nuestros jóvenes?
Distintos autores nos pueden entregar distintas luces. El Papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti declara que el “sálvese quien pueda” se traducirá rápidamente en el “todos contra todos”. La pionera de la ecopsicología Joanna Macy apela a la Esperanza Activa. Jonathan Lear acuña el concepto de Esperanza Radical. La estadounidense Margaret Wheatley invita a ir más allá del miedo y la esperanza. El filósofo australiano Roman Krznaric nos invita a ser buenos ancestros. El biólogo alemán, referente de las culturas regenerativas, Daniel Christian Wahl invita a poner la vida en el centro.
Frente a esta desafiante encrucijada que nos interpela en lo más profundo, cabe entonces preguntarnos a quienes decimos trabajar para la sostenibilidad: ¿Qué significa elegir la vida hoy, en nuestro país, en el siglo XXI? ¿Al servicio de qué elegimos poner nuestra energía vital? ¿Cómo sería vivir nuestras vidas al servicio de la vida? ¿Cómo sería hacer negocios que cuiden la vida? ¿Es la sostenibilidad de mi negocio compatible con la sostenibilidad de la vida?
En un momento crucial de definiciones constitucionales, en que se ha aprobado la protección de la vida de quien está por nacer, cabe preguntarse si se protegerán algún día debidamente los derechos de las generaciones futuras, quienes también están por nacer. ¿Seremos capaces de encontrarnos en nuestra naturaleza humana compartida?