Sostenibilidad
4 de mayo de 2022
ESG hasta que duela | María Isabel Muñoz

El 2010 Santiago fue epicentro del primer gran cónclave de expertos y sectores en torno al cual la comunidad internacional oficializaba su consenso para establecer y enmarcar en la Declaración de Santiago lo que, a contar de esa fecha, sería considerado para el mundo la esencia de la Responsabilidad Social (RS). La Norma ISO 26000 enviaba así al basurero en forma definitiva la letra “E”, que acotaba en ese entonces ese enfoque sólo al quehacer privado, abriendo y elevando estándares normalizados para su aplicación en todo tipo de organizaciones.

Eran tiempos en los que estos temas no formaban parte de la agenda, tampoco las materias y principios de la norma eran conductas o prácticas exigibles, ni siquiera un “mínimo-desde”. El hecho es que la ISO26K, careciendo de fuerza vinculante y/o capacidad de certificación, ante la posibilidad de adherir o no adherir, comenzó a impactar gradualmente la mirada de algunos líderes. Lentamente se fueron sumando organizaciones y empresas pioneras y los gobiernos venideros -todos adherentes a las directrices vigentes de la ONU, OECD y OIT- comenzaron a dar sus primeros pasos para aplicar estos nuevos estándares en la actividad y administración pública.

De este modo, predicar con el ejemplo, fue sin más el mandato que se hizo escuchar hasta en el Sistema de Empresas Públicas que, incluso y con fundada razón, fueron llamadas a reportar en materia de sostenibilidad ¿Cómo podría el estado exigir Compliance y actuación diligente a las empresas y organizaciones, si la propia administración pública no hacía lo propio? Y es que ser socialmente responsable, es mucho más que tener en cuenta o mitigar los impactos sociales y ambientales. Incluye por cierto aspectos de probidad y debida diligencia, transparencia, comercio justo, buenas prácticas laborales, y mecanismos de aseguramiento para hacer prevalecer estos principios y materias.

Chile durante mucho tiempo fue un referente en Latam, incluyendo Centroamérica y el Caribe, en momentos que un gobierno se atrevió y fue capaz de articular un Consejo de Responsabilidad Social para el Desarrollo Sostenible de Chile, integrado por expertos y líderes que incluso no eran en su momento partidarios ideológicos, facilitando la constitución de una mesa híbrida que pretendía sentar las bases de mejores prácticas y estándares de gestión y acción, a efecto de asegurar a nivel 360 comportamientos socialmente responsables.

Estuvo la intención, se hicieron grandes esfuerzos, varios ministros de economía recibieron la posta y ciertamente se avanzó en el diseño de estrategias sectoriales y planes de acción, que posteriormente se sumarían al Informe de Diagnóstico e Implementación de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible en Chile, presentado el 2015 en Nueva York por la Presidenta Michelle Bachelet.

Pero al 2022 aún nos resta mucho para hablar de un Estado socialmente responsable y con capacidad efectiva de autorregulación. Los cónclaves de Naciones Unidas suelen ser grandilocuentes, y muchos hemos sido testigos de cómo los acuerdos de las Cumbres mundiales no sobreviven a las buenas intenciones y quedan en letra muerta, especialmente cuando el Estado debe hacer propia la aplicación e integración de estos cumplimientos.

Porque no basta con tener buses de baja emisión congestionando las calles, o que las empresas públicas tengan gerencias de sostenibilidad y reportes. La transparencia, la probidad y la toma de decisiones razonadas, pensando en el bien superior, también son parte de la buena gobernanza y lo que actualmente los ciudadanos de a pie esperan y exigen de sus gobiernos. Para el siglo XXI también es esperable que cada gobierno, cualquiera sea su color, evidencie que está dispuesto a dejar a los mejores e idóneos en los puestos públicos. Es tan compleja la urgencia y tan grandes los desafíos que se nos vienen que ya no hay cabida para compadrazgos, amistocracias y favores políticos ¿Existirá un gobierno que se atreva a combatir el government as usual?

El día en que Chile sea un reflejo de la realidad de países con mayor desarrollo cultural y madurez política, no sólo observaremos a un sistema público eficiente en su control de presupuesto y de gastos, o a un presidente(a) viajando en bicicleta (probablemente sin corbata o en zapatillas). Si aquello se cumple, también podríamos constatar que lo normal y socialmente aceptable en la actividad pública sería la diversidad política, disciplinaria e ideológica, como parte esencial de la riqueza del Estado. Pues sucede que la inteligencia colectiva, tan necesaria para la dura tarea gubernamental de nuestros tiempos, converge junto a muchos idóneos y co-responsables, lo que incluye desde luego a autoridades delegados, diplomáticos, directivos y funcionarios, todos ellos(as) valiosísimos por su desempeño y experiencia, emparentados sólo con la meritocracia y la probidad y donde el domicilio político no sea una trampa limitante contra la inclusión.

Antes se hablaba de RS, y variadas han sido las nomenclatura y marco conceptual desde el 2010 a la fecha para hablar casi de lo mismo, referido a lo aceptable, lo adecuado, lo razonable, lo inocuo y lo virtuoso. Sostenibilidad, conductas socialmente responsables o ESG, debe ser constatable, verificable y hasta que duela. Será la única vía, para predicar con el ejemplo, generando confianzas y evitando así seguir contaminando o preservando viejas y mañosas prácticas, que sólo dificultan el desarrollo y la reputación del país.